China: ¿liberalismo económico sin liberalismo político?
China pone en cuestión nuestra brújula política
Hace unos días, varios medios de comunicación anunciaban que Xi Jingping, el secretario general del PCCh y jefe de Estado chino, había nombrado a un ministro “liberal” para llevar la economía. Con esto se quería resaltar que este veterano político apostaba por reformas liberalizadoras que fomentaran la competencia y combatieran los monopolios estatales, por la apertura comercial y una globalización económico-financiera hasta hace poco liderada por Estados Unidos.
A China le ha ido bien en este esquema durante las dos últimas décadas. Pero el ascenso –o renacer- del gigante asiático está poniendo a prueba nuestra brújula política. ¿Por qué? Porque hasta ahora asociábamos el liberalismo económico con el liberalismo político, esto es, la democracia de corte occidental. Aunque no coincidieran exactamente en el tiempo, dábamos por supuesto que una cosa acabaría por llevar a la otra. Es lo que pasó, entre otros muchos sitios, en España. Los planes de liberalización del 59 generaron las bases para la creación de una clase media más semejante a la de otros países occidentales, y de ahí acabaría llegando la presión política natural para convertirnos en una democracia equiparable a las de nuestro entorno europeo.
Sin embargo, el último congreso del PCCh viene a desmentir esta secuencia. La Asamblea Nacional china ha aprobado varios cambios realmente significativos. El control del partido sobre el Estado se incrementa, y vuelve el culto maoísta al líder con la eliminación de las cláusulas constitucionales que limitaban el número de mandatos. Si la salud se lo permite y la suerte en la gestión del poder le acompaña, el presidente Xi se sumará a la reciente lista de longevos presidentes de regímenes iliberales con popularidad aparente, frente a nuestras alicaídas democracias liberales: Putin en Rusia, Erdogan en Turquía u Orban en Hungría. También Trump puede incluirse en este infausto club de hombres fuertes frente a la incertidumbre.
¿Hay liberalismo sin democracia?
La pregunta parece absurda, pero es una cuestión que late tras los comentarios en los medios: hay confusión sobre el concepto “liberal”. Popper, Suart Mill o Schumpeter deben de estar revolviéndose en su tumba cuando se califica como tales a ministros de regímenes dictactoriales regresivos. El liberalismo no resume un conjunto de técnicas socio-económicas, sino un conjunto de valores morales de amplio espectro que tienen como norte el respeto natural a derechos inherentes a la condición y a la dignidad del ser humano, con la libertad como elemento cardinal de todos ellos y considerados preeminentes sobre legislación y regulación positiva que pudiera suprimirlos.
Pero no cabe culpar al mensajero, en este caso los medios. La vuelta de China como protagonista al concierto global de las naciones está siendo realmente extraño: es formalmente comunista, pero en realidad nacionalista. En teoría, defiende la planificación central, pero funciona a través de un capitalismo de Estado que controla cualquier disidencia con un PCCh reforzado y tecnologías de Inteligencia Artificial y Big Data. Además, su líder Xi Jingping pretende liderar una nueva etapa de comercio global con proyectos realmente ambiciosos como la Nueva Ruta de la Seda. Esta “caravana” comercial busca recuperar el viejo camino imperial de comercio con nuevas infraestructuras punteras y nuevos socios. Sin duda nos enseña el grado de ambición de China y bienvenido sea.
En el éxito o el fracaso de estas iniciativas no sólo se juega China su futuro. Tampoco se lo juega sólo Estados Unidos, su rival en un mundo multipolar pero con dos centros de poder hegemónicos a medio y largo plazo. Nos la jugamos nosotros y también nuestro esquema de valores, la “brújula” que antes mencionaba y con la que nos hemos guiado en las últimas décadas, al menos desde el final de la Segunda Guerra Mundial.
Las democracias liberales necesitan ser eficaces económicamente para ser viables. En cambio, estos regímenes iliberales, menos constreñidos por nuestro propio código moral, actúan con más flexibilidad y, me temo, con más rapidez y eficacia. Lo vemos en sus inversiones en América Latina o en África, pero también en lugares más cercanos al núcleo duro europeo, como es el caso de Serbia, candidato a la entrada del club comunitario pero a la vez disputado con Rusia. No es cosa menor que entre las últimas reformas del PCCh esté la creación de una agencia de ayuda del desarrollo. China sabe que no basta con el poder económico y militar para ganar influencia y poder. Los corazones y las mentes necesitan estos incentivos.
Habrá que estar atento a esta paradoja: si hasta ahora pensábamos que el liberalismo económico desembocaba en el liberalismo político (democracia al estilo occidental), China plantea la duda. Su camino es propio: formalmente quiere una economía liberal, pero retrocede en su apertura política. ¿Es esto posible? ¿Por cuánto tiempo? Será interesante analizarlo, porque de que ocurra una cosa u otra dependerá la validez del corpus teórico-político con el que hasta ahora hemos mirado el mundo.